lunes, 12 de noviembre de 2018

Poemas Vuelta a la Patría y A un Tirano. Juan Antonio Perez Bonalde Pereira

Perez-Bonalde
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Juan Antonio Pérez-Bonalde Pereira (Caracas, Venezuela, 30 de enero de 1846 - La Guaira, 4 de octubre de 1892) poeta venezolano considerado por la crítica como el máximo exponente de la poesía lírica del país, del romanticismo y uno de los precursores del modernismo.
Pérez Bonalde nace en Caracas el 30 de enero de 1846, cuando Venezuela comienza a vivir la etapa agitada de su republicanismo. Hijo de Juan Antonio Pérez-Bonalde y de Gregoria Pereira Rubín, cuyo hogar por tradición y convicción fue liberal y civilista, lo que le habría de traer problemas en esa Venezuela enfrascada en permanentes disputas de carácter político.
La época que corre paralela a su infancia se identifica con la violencia que sacude al país. Desde el punto de vista literario, cuando nace Pérez Bonalde, ya el romanticismo se ha impuesto en América. Los poetas venezolanos toman como modelos los románticos franceses y españoles, pero aún no se había producido un poeta romántico de carácter universal.
Cuando Pérez Bonalde tenía 15 años, en 1861, su familia decide emigrar para evadirse de los peligros de la guerra. Se dirigen a Puerto Rico donde encuentran refugio. Allí el futuro poeta ayuda a su padre a regentar un plantel educativo y se dedica a aprender idiomas. Pronto llega a dominar el inglés, el alemán, el francés, el italiano, el portugués, el griego y el latín. Esta afición a las lenguas extranjeras le va a permitir en años posteriores traducir con maestría poetas de otras nacionalidades como Edgar Allan Poe y Heinrich Heine.1
Tras el fin de la Guerra Federal, en 1864, su familia regresa a Venezuela. Ese mismo año, Juan Antonio sufre el primer golpe doloroso de su vida, muere su padre y el poeta debe velar por su familia.
Muy pronto la guerra civil vuelve a hacer su aparición en el país. Esta vez el nuevo caudillo es Antonio Guzmán Blanco quien se impone y comienza el despotismo ilustrado que va a durar siete años, Pérez Bonalde se opone al dictador y tiene que expatriarse voluntariamente a partir de 1870. Fija su residencia en Nueva York. Allí va a ocuparse en diversas actividades pero también va a escribir lo más importante de su obra poética. Para ganarse el sustento se ve obligado a trabajar en una fábrica de perfumes en la Compañía "Lahman y Kemp". Redacta propaganda comercial en varios idiomas y viaja por las principales regiones de Norteamérica. Desempeñando este trabajo, tuvo la oportunidad de conocer, en viajes de negocios, varios continentes: Europa, Asia y África, con lo cual adquirió una concepción más amplia de la cultura.
Estando en Nueva York recibe la noticia de la muerte de su madre, lo que va a significar un rudo golpe para el poeta. En 1876 las circunstancias políticas abren las puertas de Venezuela a Pérez Bonalde. El presidente Francisco Linares Alcántara propicia un clima de tolerancia política y el poeta regresa. Durante la travesía, en el barco que lo conducía a Puerto Cabello, un mundo de recuerdos lo invade: la infancia, la patria, el dolor por la madre muerta, le producen la inspiración necesaria para escribir el poema Vuelta a la Patria.
En 1877 regresa a Nueva York y recoge todos los poemas que ha escrito hasta el momento en un volumen que tituló Estrofas, son cuarenta poemas donde está incluido Vuelta a la Patria.
En 1879 contrae matrimonio con la norteamericana Amanda Schoonmaker, que le dará una hija, Flor, a pesar de no ser una pareja especialmente feliz. Pérez Bonalde se centrará en su hija. Es tanta la alegría que ese mismo año publica su segundo libro de poesías originales: Ritmos, conjunto de 35 poemas, en donde aparece El canto al Niágara una de sus más celebradas composiciones. En 1883 muere su hija Flor en forma inesperada. Conmovido por ese inmenso dolor escribe el poema Flor y además el poema Gloria in Excelsis.
Paulatinamente cae en las drogas y el alcohol, por lo que su salud pronto se resiente. En 1888 enferma gravemente y es recluido en un hospital donde permanece un año. En 1889 es llamado a Venezuela para colaborar en el gobierno de Raimundo Andueza Palacio, será este su último retorno al país.
Pérez Bonalde viaja a Amberes, pero enferma y se ve obligado a regresar desde Curazao. El 4 de octubre de 1892 muere en La Guaira. En 1903 se trasladaron sus restos al Panteón Nacional, en donde se le rindieron honores fúnebres.

 Como se puede observar en la Biografía del Poeta, tomada de Wikipedia, tuvo que emigrar de Venezuela por:

  • La Guerra Federal y

  • por el Dictador Antonio Guzmán Blanco al cual se opuso teniendo que expatriarse voluntariamente y en 1876 cuando Linares Alcántara propicia un clima de tolerancia es cuando puede regresar y plasma en su poema Vuelta a la Patria, el dolor de su madre muerta, la cual no pudo acompañar en sus momentos finales gracias a un Tirano. El poema Vuelta a la Patria es un poema de dolor por tener que emigrar de su patria por la presencia de un Tirano y cuando regresa se enfrenta al dolor de todo lo perdido en su ausencia, entre ello su madre. A continuación ambos poemas.


Poema A un Tirano
¿Por qué la patria sumergida en llanto
por su preciosa libertad suspira?
¿Por qué infeliz, entre congojas, mira
roto en girones su estrellado manto?

¿Por qué en vez de ceñir el lauro santo,
ciñe la adelfa que tristeza inspira?
¿Por qué de gloria en su armoniosa lira
solo vibra la nota del quebranto?...

Es porque un día te confió su honra
la virgen Venezuela…y su inocencia
de ignominia cubriste de deshonra…!

¡Atrás, profanador! La frente impía
ve en el lodo á ocultar de tu conciencia,
y no avergüences más la patria mía


Poema Vuelta a la Patria
¡Tierra!, grita en la proa el navegante
y confusa y distante,
una línea indecisa
entre brumas y ondas se divisa;
poco a poco del seno
destacándose va del horizonte,
sobre el éter sereno,
la cumbre azul de un monte;
y así como el bajel se va acercando,
va extendiéndose el cerro
y unas formas extrañas va tomando;
formas que he visto cuando
soñaba con la dicha en mi destierro.

Ya la vista columbra
las riberas bordadas de palmares
y una brisa cargada con la esencia
de violetas silvestres y azahares,
en mi memoria alumbra
el recuerdo feliz de mi inocencia,
cuando pobre de años y pesares,
y rico de ilusiones y alegría,
bajo las palmas retozar solía
oyendo el arrullar de las palomas,
bebiendo luz y respirando aromas.

Hay algo en esos rayos brilladores
que juegan por la atmósfera azulada,
que me habla de ternuras y de amores
de una dicha pasada,
y el viento al suspirar entre las cuerdas,
parece que me dice: « ¿no te acuerdas?».

Ese cielo, ese mar, esos cocales,
ese monte que dora
el sol de las regiones tropicales...
¡Luz, luz al fin! Los reconozco ahora:
son ellos, son los mismos de mi infancia,
y esas playas que al sol del mediodía
brillan a la distancia,
¡oh, inefable alegría,
son las riberas de la patria mía!

Ya muerde el fondo de la mar hirviente
del ancla el férreo diente;
ya se acercan los botes desplegando
al aire puro y blando
la enseña tricolor del pueblo mío.

¡A tierra, a tierra, o la emoción me ahoga,
o se adueña de mi alma el desvarío!
Llevado en alas de mi ardiente anhelo,
me lanzo presuroso al barquichuelo
que a las riberas del hogar me invita.

Todo es grata armonía; los suspiros
de la onda de zafir que el remo agita;
de las marinas aves
los caprichosos giros;
y las notas suaves,
y el timbre lisonjero,
y la magia que toma
hasta en labios del tosco marinero,
el dulce son de mi nativo idioma.

¡Volad, volad, veloces,
ondas, aves y voces!
Id a la tierra en donde el alma tengo,
y decidle que vengo
a reposar, cansado caminante,
del hogar a la sombra un solo instante.
Decidle que en mi anhelo, en mi delirio
por llegar a la orilla, el pecho siente
dulcísimo martirio;
decidle, en fin, que mientras estuve ausente,
ni un día, ni un instante hela olvidado,
y llevadle este beso que os confío,
tributo adelantado
que desde el fondo de mi ser le envío.

¡Boga, boga, remero, así llegamos!
¡Oh, emoción hasta ahora no sentida!
¡Ya piso el santo suelo en que probamos
el almíbar primero de la vida!
Tras ese monte azul cuya alta cumbre
lanza reto de orgullo
al zafir de los cielos,
está el pueblo gentil donde, al arrullo
del maternal amor, rasgué los velos
que me ocultaban la primera lumbre.

¡En marcha, en marcha, postillón, agita
el látigo inclemente!
Y a más andar, el carro diligente
por la orilla del mar se precipita.
No hay peña ni ensenada que en mi mente
no venga a despertar una memoria,
ni hay ola que en la arena humedecida
con escriba con espuma alguna historia
de los alegres tiempos de mi vida.
Todo me habla de sueño y cantares,
de paz, de amor y de tranquilos bienes,
y el aura fugitiva de los mares
que viene, leda, a acariciar mis sienes.
me susurra al oído
con misterioso acento: «Bienvenido».

Allá van los humildes pescadores
las redes a tender sobre la arena;
dichosos, que no sienten los dolores
ni la punzante pena
de los que lejos de la patria lloran;
infelices que ignoran
la insondable alegría
de los que tristes del hogar se fueron
y luego, ansiosos, al hogar volvieron.
Son los mismos que un día,
siendo niño, admiraba yo en la playa,
pensando, en mi inocencia,
que era la humana ciencia,
la ciencia de pescar con la atarraya.

Bien os recuerdo, humildes pescadores,
aunque no a mí vosotros, que en la ausencia
los años me han cambiado y los dolores.
Ya ocultándose va tras un recodo
que hace el camino, el mar, hasta que todo
al fin desaparece.
Ya no hay más que montañas y horizontes,
y el pecho se estremece
al respirar, cargado de recuerdos,
el aire puro de los patrios montes.

De los frescos y límpidos raudales
el murmullo apacible;
de mis canoras aves tropicales
el melodioso trino que resbala
por las ondas del éter invisible;
los perfumados hálitos que exhala
el cáliz áureo y blanco
de las humildes flores del barranco;
todo a soñar convida,
y con suave empeño,
se apodera del alma enternecida
la indefinible vaguedad de un sueño.

Y rueda el coche, y detrás de él las horas
deslízanse ligeras
sin yo sentir, que el pensamiento mío
viaja por el país de las quimeras,
y sólo hallan mis ojos sin mirada
los incoloros senos del vacío...

De pronto, al descender de una hondonada,
«¡Caracas, allí está!», dice el auriga,
y súbito el espíritu despierta
ante la dicha cierta
de ver la tierra amiga.

¡Caracas allí está; sus techos rojos,
su blanca torre, sus azules lomas,
y sus bandas de tímidas palomas
hacen nublar de lágrimas mis ojos!
Caracas allí está; vedla tendida
a las faldas del Ávila empinado,
Odalisca rendida
a los pies del Sultán enamorado.

Hay fiesta en el espacio y la campaña,
fiesta de paz y amores:
acarician los vientos la montaña;
del bosque los alados trovadores
su dulce canturía
dejan oír en la alameda umbría;
los menudos insectos de las flores
a los dorados pístilos se abrazan;
besa el aura amorosa el manso Guaire,
y con los rayos de luz se enlazan
los impalpables átomos del aire.

¡Apura, apura, postillón, agita
el látigo inclemente!
¡Al hogar, al hogar, que ya palpita
por él mi corazón... Mas, no, detente!
¡Oh infinita aflicción, oh desgraciado
de mí, que en mi soñar hube olvidado
que ya no tengo hogar...! Para, cochero;
tomemos cada cual nuestro destino;
tú, al lecho lisonjero
donde te aguarda la madre, el ser divino
que es de la vida centro de alegría,
y yo..., yo al cementerio
donde tengo la mía.

¡Oh, insoluble misterio
que trueca el gozo en lágrimas ardientes!
¿En dónde está, Señor, ésa tu santa
infinita bondad, que así consientes
junto a tanto placer, tristeza tanta?
Ya no hay fiesta en los aires; ya no alegra
la luz que el campo dora;
ya no hay sino la negra
pena cruel que el pecho me devora...
¡valor, firmeza, corazón no brotes
todo tu llanto ahora, no lo agotes,
que mucho, mucho que sufrir aún falta:
ya no lejos resalta
de la llanura sobre el verde manto
la ciudad de las tumbas y del llanto;
ya me acerco, ya piso
los callados umbrales de la muerte,
ya la modesta lápida diviso
del angélico ser que el alma llora;
ven, corazón, y vierte
tus lágrimas ahora!


II
Madre, aquí estoy: de mi destierro vengo
a darte con el alma el mudo abrazo
que no te pude dar en tu agonía;
a desahogar en tu glacial regazo
la pena aguda que en el pecho tengo
y a darte cuenta de la ausencia mía.

Madre, aquí estoy; en alas del destino
me alejé de tu lado una mañana,
en pos de la fortuna
que para ti soñé desde la cuna;
mas, ¡oh, suerte inhumana!
hoy vuelvo, fatigado peregrino,
y sólo traigo que ofrecerte pueda,
esta flor amarilla del camino
y este resto de llanto que me queda.
Bien recuerdo aquel día,
que el tiempo en mi memoria no ha borrado;
era de marzo una mañana fría
y cerraba los cielos el nublado.

Tú en el lecho aún estabas,
triste y enferma y sumergida en duelo,
que, con alma de madre, contemplabas
el hondo desconsuelo
de verme separar de tu regazo.

Llegó la hora despiadada y fiera,
y con el pecho herido
por dolor hasta entonces no sentido,
fui a darte, madre, mis postrer abrazo
y a recibir tu bendición postrera.

¡Quién entonces pensara
que aquella voz angélica en mi oído
nunca más resonara!
Tú, dulce madre, tú, cuando infelice,
dijiste al estrecharme contra el pecho:
«Tengo un presentimiento que me dice
que no he de verte más bajo este techo».
Con un supremo esfuerzo desliguéme
de los amantes lazos
que me formaban en redor tus brazos,
y fuera me lancé como quien teme
morir de sentimiento.

¡Oh, terrible momento!
Yo fuerte me juzgaba,
mas, cuando fuera me encontré y aislado,
el vértigo sentí del pajarillo
que en jaula criado,
se ve de pronto en la extensión perdido
de las etéreas salas,
sin saber dónde encontrará otro nido
ni a dónde, torpes, dirigir sus alas.

Desató el sollozar el nudo estrecho
que ahogaba el corazón en su quebranto
y se deshizo en llanto
la tempestad que me agitaba el pecho.

Después, la nave me llevó a los mares,
y llegamos al fin, un triste día
a una tierra muy lejos de la mía,
donde en vez de perfumes y cantares,
en vez de cielo y verdes palmas,
hallé nieblas y ábregos, y un frío
que helaba los espacios y las almas.

Mucho, madre, sufrí con pecho fuerte,
mas suavizaba el sufrimiento impío,
la esperanza de verte
un tiempo no lejano al lado mío.
¡Ah del mortal ciego
confía su ventura a la esperanza...!

La ley universal cumplióse luego,
y vi en el alma, presta,
la mía disiparse,
cual mira en lontananza
torcer el rumbo en dirección opuesta
el náufrago al bajel que vio acercarse.
Bien recuerdo aquel día
que el tiempo en mi memoria no ha borrado;
era de marzo otra mañana fría,
y los cielos cerraba otro nublado.

Triste, enfermo y sin calma,
en ti pensaba yo, cuando me dieron
la noticia fatal que hirió mi alma.
Lo sentí, decirlo no sabría...

Sólo sé que mis lágrimas corrieron
como corren ahora, madre mía.
Después, al mundo me lancé, agitado,
y atravesé océanos y torrentes,
y recorrí cien pueblos diferentes,
tenue vapor del huracán llevado,
alga sin rumbo que la mar flagela,
viento que pasa, pájaro que vuela.

Mucho, madre, he adquirido,
mucha experiencia y muchos desengaños,
y también he perdido
toda la fe de mis primeros años.

¡Feliz quien como tú ya en esta vida
no tiene que luchar contra la suerte
y puede reposar en la seguida
inalterable calma de la muerte;
sin ver ni padecer el mal eterno
que nos hiere doquier con saña cruda,
ni llevar en el pecho el frío interno
de la indomable duda!
¡Feliz quien como tú, con altiveza
reclinó para siempre la cabeza
sobre los lauros del deber cumplido;
cual la reclina, por la muerte herido,
tras el combate rudo,
risueño, el gladiador sobre su escudo!
Esa, madre, es tu gloria
y alta recompensa de tu historia,
que el premio sólo del deber sagrado
que impone el cristianismo
está en el hecho mismo
de haberlo practicado.

Madre, voy a partir; mas parto en calma
Y sin decirte adiós, que eternamente
me habrás de acompañar en esta vida.
Tú has muerto para el mundo indiferente,
mas nunca morirás, madre del alma,
para el hijo infeliz que no te olvida.

Y fuera el paso nuevo,
y desde su alto y celestial palacio,
su brillo siempre nuevo
derrama el sol por el cerúleo espacio...

Ya lejos de los túmulos me encuentro,
ya me retiro, solitario y triste;
mas, ¡ay! ¿a dónde voy? ¡si no existe
de hogar y madre el venturoso centro!...

¡A dónde? ¡A la corriente de la vida,
a luchar con las ondas brazo a brazo
hasta caer en su mortal regazo
con el alma en paz y con la frente erguida!